(De fondo
suena: Mi casa en el árbol, de Jorge González)
El
día en que tenga que morir
moriré
en Quinta Normal.
Moriré
formado
en
sus escuelas subvencionadas por el fascismo
sin
decirle nada a nadie.
Quizás
también lo haga
caminando
por ese Carrascal antiguo
lleno
de viejos almacenes
anunciando
la alegría del otoño
llegando
a la esquina donde terminaba el comercio,
rozando
el límite con Renca.
Más
allá de Radal.
Más
allá del puente Balmaceda.
Inclusive
más allá del Tiempo.
Moriré
enamorado de aquel Sol
que
escondía su cachete derecho
tras
el Cerro Renca
y
de aquella feria navideña
que
bañaba con júbilo el corazón de sus niños.
Ese
mismo día
me
sentaré una vez más
a
ver la teleserie con mi abuela,
nos
reiremos de sus pies helados casi pegados a la estufa
y
veremos también
como
muere la tarde
en
la ventana donde se pasean todos estos niños
que
pronto dejarán el barrio.
El
abuelo muerto bostezará
mientras
el cielo trise su cabeza
entremedio
de los juegos de la infancia.
Ese
mismo día desbordaré la cuneta
donde
tejí el espermio fecundo
y
esperaré en el living
a
las visitas que murieron hace un par de siglos
sin
revelar secreto alguno sobre la historia.
Desfilarán
los mismos arreboles
sin
que se mueva ni un solo abuelo de su ventana
y
la pelota de plástico interrumpirá la siesta
antes
que el amasijo del otoño cierre su puerta.
El hijo mayor de la
familia
volverá con un
título profesional bajo el brazo.
Las capas medias se
seguirán reproduciendo.
Aquel
día
empinaré
el vino en todas la manos que se abrieron
sin
dejar de mirar a los ojos de la Virgen de Lourdes.
Mi
barrio de jubilados
esperará
que ronde un par de veces más este país de muertos
para
clavarme el arpón al medio del centro.
Dos
rombos volarán
se
quemarán los negocios de los vecinos
mientras
la cabeza muerta del hijo
aparecerá
en todos los cuadros recordando la matanza:
La
poesía sabe de símbolos.
La
política los ocupa de forma consciente.
La
represión también pasó por acá
y
un par de viejas se quedaron sin marido
otra
que no se metió en problemas
se
quedó toda la noche con su nieto
hablándole
del Golpe. Su nieto ya es del siglo XXI,
ella no lo sabe bien.
La
poesía cree que sabe de símbolos.
La
Policía los ocupa de forma consciente.
El
día que tenga que morir
moriré
en Quinta Normal.
Abriré
la puerta de la casa
y
sabré que las noches pálidas
fueron
fluorescentes en sus canchas.
Que
los días fueron peces bíblicos
y
sus callejones semioscuros
el
paraíso de cualquier escolar inquieto.
El
día que tenga que morir
abrazaré a mi abuela
y
seremos la Muerte misma, sin relato de por medio.
Ese
mismo día escribiré un poema
y
no necesitaré la flor de Coleridge
para
saber que he vivido en la Mierda y en el Paraíso.
Sabré
que un poema es una bala
disparada
por pistolas
que
aún no se inventan.
Sabré
que no se escribe más que con el cuerpo.
Que
los recuerdos son ventanas al tiempo de otros tiempos.
Que
las hojas son quienes finalmente
terminan
por llevarse al viento
y
que aquel niño que corría en todos los patios
lleva
hoy estos callejones
en
el coral de su memoria.
Sabré
que por algún u otro motivo
la
muerte siempre nos traslada
al
lugar en que fuimos paridos.
Que
el origen está en la meta
y
que a lo único que no debemos traicionar
es
a nuestra infancia
al
niño que fuimos
a
la casa que construimos en el árbol de la plaza
y
fue nuestra patria,
nuestra
ética
y fue también nuestra verdad.