Cantaban mis hermanos,
mis hermanitos,
una noche de otoño:
Una casa sin fantasmas no es una casa.
Una casa sin fantasmas no es una casa.
Una casa sin fantasmas no es una casa.
Y yo mientras pensaba:
una casa sin fantasmas no es una casa.
No se adornan sus paredes
con canciones de otros tiempos
ni se escucha el pálpito
con que los muertos siguen
estando presente.
La ceniza, los huesos,
el recuerdo.
No es esta pieza la mía
si no es capaz de contenerme
hasta el final de los tiempos.
Si no se lleva nada de mí
luego de mí
es porque nunca realmente existí.
Por eso me encanta la idea
de que este poema quedará,
no importa que no quede en nadie
de
este mundo,
este poema
quedará en esta pieza
hasta el final de la historia
y será, al menos, un fantasma.
Lo sentirán los hijos de los hijos
de los hijos
de quienes compren esta casa
y estén solos
una noche de otoño
y no sepan si matarse,
invitar a la polola a echarse un polvo
o escribir un poema medio mamón
y eso a mí me encanta.
Para ellos escribo.
Para esas bestias
que seguirán reproduciendo
la vida urbana de las capas medias.
Para asustarlos de noche
ya que nada los asusta de día.
Ser un fantasma
y comunicarme con los vivos
tal cómo ahora me comunico con los
muertos
cómo la Gabriela:
la poesía como una conversación directa
con nuestros muertos
Con Yin Yin, con la madre
Con el Seba, con el Pipe
con todos aquellos
que laten en todas las murallas
y bancas
y camas
y techos
y escaleras
de esta amurallada ciudad
con todas esas estrellas
agujereando un cielo opaco
es que hemos decidido hacer un pacto:
la poesía será nuestra forma de
comunicarnos.
El pacto es justo:
yo no me muero de hambre acá en la
tierra
y ustedes se ríen de todos nosotros
yo escribo este poema a contratiempo
y ustedes siguen cantando allá al fondo:
Una casa sin fantasmas no es una casa.
Una casa sin fantasmas no es una casa.
Una casa sin fantasmas no es una casa.